LA GRAVITACIÓN DEL IMPERIALISMO
La principal explicación del rol preeminente que ha jugado Estados Unidos en el temblor es su primacía en el liderazgo imperialista. La aceptación plena de esta función por parte de sus socios de Europa y Japón fue corroborada en la reunión de la OTAN (Estrasburgo), que complementó a la Cumbre del G 20 (Londres). En ese encuentro fue ratificada la activa colaboración de todos los aliados del Pentágono, con las nuevas operaciones de Afganistán e Irak. Este sostén incluyó colaboración militar, financiación económica y cobertura diplomática.
Todas las potencias del Primer Mundo ratificaron el apoyo que ya anteriormente brindaron al gendarme norteamericanas, en las acciones realizadas en Medio Oriente, Asia Central, África o los Balcanes, con o sin el aval de las Naciones Unidas. También apañaron la reiterada invención de los enemigos (terrorismo, narcotráfico), que se utilizan para justificar el uso de la fuerza con algún disfraz de intervención humanitaria.
Europa y Japón sostienen estas agresiones por su propio interés, puesto que Estados Unidos actúa como garante del orden mundial que aprueban todos los opresores. El Pentágono es su principal protector frente a eventuales situaciones de descontento popular, desmembramiento fronterizo o debacle social.
Ningún integrante de la Triada puede reemplazar esa conducción norteamericana. Algunos aspiran a negociar cierto reparto de poderes dentro del mismo cuadro de gestión imperial, que Estados Unidos comanda desde fin de la segunda guerra. La reciente incorporación de Francia a la OTAN –que puso fin a décadas de resistencia gaullista- aportó otra contundente confirmación de esa confluencia.
Obama intenta remodelar este dispositivo implementado un belicismo más encubierto que el descaro guerrero implementado por Bush. Con este giro de la dureza militar (hard power) a la dominación controlada (soft power), incorpora maniobras políticas para racionalizar el uso de la fuerza (smart power). Estos mismos ajustes ya se procesaron en el pasado con Carter o Clinton, frente al modelo de Reagan o Bush I1.
Con anuncios simbólicos y una retórica amigable, Obama comanda un ajuste de la estrategia imperialista. Pero a medida que perpetúa la ocupación de Irak, recrea la censura militar y mantiene el cierre de Guantánamo en el limbo, también morigera sus gestos pacifistas. El presidente que convocaba al cambio, ya autorizó la continuidad de los tribunales militares, avaló la acción de los escuadrones de la muerte de la CIA en el exterior y redobló la apuesta militarista en Afganistán.
Esta cuota de realismo imperialista gana primacía frente a las dificultades que genera la custodia del orden global. Las elites de todo el mundo no sólo acompañan este rumbo. También auspiciaron recientemente una resurrección del sueño americano, que culminó con el absurdo otorgamiento del Premio Nobel de la Paz, al responsable político de terribles matanzas en el mundo islámico.
La supremacía geopolítica que exhibió la primera potencia durante la crisis, contrasta con muchos pronósticos de próximo establecimiento de un “mundo post-estadounidense”. Especialmente durante la eclosión del 2008-09 hubo numerosos analistas que presentaron el desplome de General Motors y Citibank cómo nuevos indicios de ese devenir2.
Pero ningún suceso de la crisis corroboró ese pronóstico. La preeminencia estadounidense volvió a irrumpir en el momento de mayor tensión económico-financiera, ilustrando las preferencias de los capitalistas en las coyunturas de peligro. La hipótesis de un reemplazante asiático o europeo de ese liderazgo, no obtuvo ninguna evidencia3.
Lo que sí pone en peligro el intervencionismo norteamericano es la resistencia nacional y social, que generan sus operativos entre los pueblos invadidos. Esta reacción es el dato clave a evaluar y no una tendencia predeterminada a la declinación hegemónica.
Este último augurio se inspira en ciertos criterios de sustitución histórica que suponen la recurrencia de ciclos de auge y decadencia de sucesivas potencias. El mayor problema de este enfoque es su omisión de las modificaciones que han generado sobre este esquema secular dos procesos contemporáneos: el fin de las guerras inter-imperialistas y la asociación económica entre distintas clases nacionales capitalistas.
Estos cambios no diluyen las rivalidades, ni extinguen el uso de la fuerza cómo instrumento de presión sobre el competidor. Tampoco han creado un orden homogéneo de estados y clases plenamente amalgamados. Pero obligan a procesar el choque entre potencias por andariveles muy distintos a la conflagración bélica directa, modificando también el perfil tradicional de la hegemonía.
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