COMPETENCIA Y CICLOS
La intensificación de la competencia entre grandes corporaciones transnacionales es otro rasgo de la etapa neoliberal. La concurrencia histórica inicial entre pequeñas compañías y la rivalidad posterior entre colosos nacionales ha sido actualmente complementada por una lucha entre firmas que operan a nivel global. La nueva envergadura de los actores en disputa intensifica significativamente la magnitud de las crisis. El volumen de excedentes invendibles observados durante la eclosión del 2008-9 es ilustrativo de esta creciente escala.
En el plano financiero esta dimensión de los concurrentes amplía el espesor de los capitales sobre-acumulados. Por esa razón, la rivalidad que entablaron los bancos por colocar préstamos y acaparar negocios de alto riesgo supera todo lo conocido. La competencia despiadada en este terreno ha continuado luego del estallido, mediante compras y fusiones de entidades que incrementan la centralización del capital.
Esta competencia expresa la dinámica turbulenta que siempre ha caracterizado a la acumulación. El capitalismo opera a través de giros ascendentes y descendentes del nivel de actividad, que dificultan la preeminencia de prolongados estadios de estancamiento.
Sin embargo, muchas caracterizaciones resaltan esta última parálisis cómo un dato de la economía contemporánea. Con esta visión presentan una imagen errónea del sistema, que a su vez refuerza la interpretación de la eclosión reciente, cómo un arrastre de los años 70. En este caso se asocia la última crisis con una agonía perdurable de la acumulación, olvidando que el capitalismo no languidece en el inmovilismo. Al contrario, es un sistema sometido a las contradicciones que genera el crecimiento turbulento.
Muchos enfoques que resaltan la preeminencia del estancamiento, atribuyen esta tendencia a la gravitación alcanzada por los monopolios. Consideran que la presencia de estos grupos reduce la inversión, el riesgo y la innovación, permitiendo a las empresas obtener ganancias estables, mediante la manipulación de los mercados, la concertación de los precios y el acaparamiento de las rentas financieras1.
Pero un funcionamiento de este tipo no es muy compatible con la dinámica de un sistema asentado en la concurrencia por beneficios surgidos de la explotación. Lo que diferencia al capitalismo de todos los regímenes sociales precedentes es esta pugna irrefrenable entre los empresarios. Las firmas batallan por reducir costos y aumentar la productividad, mediante inversiones que generan variaciones imprevistas de los precios y situaciones periódicas de quiebra.
La preeminencia de la competencia impide estabilizar monopolios únicos y dominantes en cada actividad. Siempre hay por lo menos dos concurrentes que disputan algún mercado. Esta rivalidad erosiona el mantenimiento de precios comunes y estables. Si el capitalismo pudiera recrearse con acuerdos entre grandes compañías, también lograría disipar las crisis, aligerando excedentes mediante algún reparto consensuado del crédito o las áreas de venta. La dinámica de la acumulación impide esta coordinación y desata crisis de gran alcance.
El ritmo de esas convulsiones constituye una incógnita de la etapa. La secuencia del en Estados Unidos (1981-82, 1991-92, 2001, 2009) ha influido significativamente sobre las fluctuaciones de la economía global y sobre los momentos de picos de situaciones de sobreproducción o sobre-acumulación. Partiendo de este impacto, algunos analistas han retomado la evaluación de la temporalidad del ciclo, asignando determinación tecnológica o variada a ese movimiento (comportamiento de los salarios, consumo de los sectores no productivos, precios de las materias primas, desproporcionalidades) 2.
Pero otras visiones cuestionan la propia vigencia del ciclo en el capitalismo contemporáneo. Estiman que esas fluctuaciones sólo operaron durante el auge de ese régimen social y han perdido relevancia en su decadencia3.
Este enfoque no indica cuál sería la conexión existente entre los movimientos cortos y la evolución histórica del capitalismo. Las fluctuaciones son tan inherentes al capitalismo cómo la sucesión de las crisis. Los colapsos siempre irrumpen entre fases de ascenso y descenso económico. Si estas oscilaciones hubieran quedado reemplazadas por crisis permanentes, resultaría imposible diferenciar estos estallidos de cualquier otra circunstancia de la vida económica. No habría forma de evaluar la aparición de estos episodios cómo acontecimientos específicos. Lo que permite distinguirlos es la subsistencia de los ciclos.
En los hechos, ningún investigador confunde el análisis de la crisis, con el desenvolvimiento corriente del capitalismo. En general, evalúan estas disrupciones cómo contrapartes de la prosperidad, la reactivación o el crecimiento. En la eclosión del 2008-09 se ha verificado claramente la persistencia de ambos procesos. Todos los ingredientes de la crisis salieron a la superficie (pánico bursátil, insolvencia bancaria, quebranto industrial), al concluir una fluctuación del ciclo (marcha ascendente de los negocios y auge de ganancias antes del temblor).
La persistencia de ambos fenómenos es una necesidad del capital para su reproducción. Este régimen se basa en la extracción de plusvalía, la centralidad de la competencia y la pugna por el beneficio. Pero necesita digerir sucesivos procesos de valorización y desvalorización del capital, a través de oscilaciones periódicas. Estos vaivenes se encuentran insertos en la estructura genética de la acumulación.
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