EL ROL DE ESTADOS UNIDOS
La economía norteamericana fue el epicentro de la crisis reciente, pero el temblor se extendió rápidamente hacia otros polos del mundo desarrollado. Especialmente en Europa los niveles de recesión, desempleo y retracción de las ventas han sido superiores.
Este mayor impacto en el Viejo Continente se observó en los quebrantos financieros e inmobiliarios, que afectaron a los países más emparentados con el modelo estadounidense (Gran Bretaña, España e Irlanda). También las economías alejadas de ese esquema -como Francia o Alemania- enfrentaron los duros coletazos de una crisis, originada en la otra costa del Atlántico.
La eclosión ha puesto de relieve la profunda heterogeneidad de la Unión Europea, dónde cada estado salió a defender a sus propios capitalistas. En el debut de la crisis predominó incluso un aliento a las exportaciones a costa del vecino y una escalada de aumentos de gastos públicos nacionales, en desmedro de las finanzas comunitarias. El temblor ilustró, además, la existencia de prioridades internacionales muy diferentes, entre quiénes protegen sus negocios en el Este (Austria) y quiénes jerarquizan sus relaciones con otros continentes (España- América Latina).
Mientras que Estados Unidos volvió a utilizar su consolidado aparato estatal, la Unión Europea gestionó con precariedad una estructura comunitaria en construcción. La clase capitalista norteamericana exhibió una cohesión que sus pares del Viejo Continente no han logrado forjar. Esta debilidad proviene de la ausencia de un capital genuinamente europeo, ya que las firmas de esta zona se han internacionalizado con más operaciones a nivel global, que a escala continental.
También Japón fue golpeado por la crisis con más severidad que Estados Unidos. Aunque este país logró evitar la burbuja inmobiliaria y el festival especulativo, no pudo eludir la contracción de su economía. Cuándo empezaba a emerger de la larga depresión de los 90, volvió a chocar con un contexto externo desfavorable. La retracción del comercio global impactó en forma más directa, sobre una economía muy atada al comportamiento de sus exportaciones.
Estados Unidos pudo afrontar con más soltura una crisis originada en su territorio por la gravitación que mantienen sus grandes corporaciones. Es evidente que esa influencia ha declinado drásticamente en comparación a los años 50, cuándo aportaban la mitad del producto industrial mundial. Pero con el avance de la mundialización esas firmas han preservado un lugar significativo en el escenario global1.
La crisis ilustró cómo se ejerce el poder estadounidense a través de las finanzas. Toda la política de socorro estatal a los bancos implementada a nivel internacional fue definida en Washington. La Reserva Federal (FED) y Wall Street anticiparon el grueso de las iniciativas, que posteriormente adoptaron otros países.
Esta gravitación fue muy visible en las negociaciones para reorganizar el sistema bancario. Estados Unidos le impuso a Alemania y a Francia la preservación del actual esquema de finanzas liberalizadas, con la introducción de algún ajuste cosmético en los paraísos fiscales. Además, el reordenamiento de las normas bancarias internacionales quedó subordinado al ajuste previo de las entidades norteamericanas.
El control sobre las calificadoras, la supervisión de los fondos buitres, la regulación de los capitales mínimos y las restricciones al apalancamiento que se dispongan en Estados Unidos, fijarían la pauta a seguir en todo el planeta. El modelo de la FED sería primero adoptado por el FMI y posteriormente exportado al resto de las naciones. Los tiempos de esta renovación dependen de las tensiones internas que afronta la administración de Obama.
La FED actuó durante la crisis como un Banco Central con influencia mundial y definió la política predominante de bajísimas tasas de interés. Japón volvió a exhibir sometimiento financiero al padrino estadounidense y el ente rector de las finanzas europeas fue incapaz de adoptar medidas significativas. Mantuvo una postura conservadora y restringió su radio de acción al Viejo Continente. Estas vacilaciones expresaron las dificultades que enfrentó el euro en medio del temblor. Esa moneda fue creada en una coyuntura de bonanza y ha debido testear por primera vez su consistencia ante una gran crisis.
El sostenimiento del euro obliga a un ajuste permanente, que deteriora la competitividad de las economías más frágiles de la Comunidad. Esos países han perdido soberanía monetaria y no pueden recurrir a la devaluación. Dependen de un anclaje impuesto por el Banco Central Europeo, que maneja tasas de interés superiores a Estados Unidos. Esta política obstaculiza seriamente la adopción de medidas contra la recesión.
La Unión Europea debió socorrer también a las economías de su periferia, que buscaron convertirse en paraísos financieros (Irlanda, Islandia) y tuvo que lidiar con tormentosas fugas de divisas. Soportó, además, el quebranto fiscal de los países de Europa del Este, que han buscado solventar su pasaje al capitalismo con créditos externos. Esta financiación ha creado una situación de cesación pagos entre muchos acreedores austriacos, suecos y alemanes2.
La crisis permitió corroborar el papel central que mantiene Estados Unidos cómo protector mundial del capital. El dólar y los Bonos del Tesoro se convirtieron en los principales refugios frente al desmoronamiento de los bancos. Los acaudalados del planeta colocaron sus ahorros en esos papeles.
Con la distensión financiera posterior el dólar ha vuelto a caer. Esta baja no sólo evidencia la sobre-valuación de esa divisa. También refleja la búsqueda de un equilibrio monetario, que exprese las nuevas relaciones de fuerza vigentes entre la primera potencia y el resto del mundo.
Estados Unidos intenta mantener la primacía de su moneda, manejando esa devaluación. Busca imponer una cotización que le permita reducir el déficit comercial, sin afectar la afluencia internacional de capitales a Norteamérica. Negocia con sus rivales esos dos objetivos contradictorios en todos los encuentros ministeriales. Sus competidores intentan aminorar la gravitación de la divisa norteamericana, pero evitan cualquier sustitución de esa moneda. El euro no se perfila cómo reemplazante del dólar, el yen ni siquiera ambiciona disputar ese rol y el yuan es todavía un signo inconvertible. Nadie avala tampoco un retorno a las áreas monetarias cerradas de entre-guerra.
En los hechos, muchos países dependen de la estabilidad del dólar para continuar vendiendo sus productos. Por eso persiste una gran indefinición monetaria. Estados Unidos no puede dictar sus preferencias, pero Europa y Asia tampoco pueden fijar esos patrones.
Todos evalúan dentro del FMI distintas alternativas complementarias para el rebalance de las divisas y contemplan la posibilidad de nuevas canastas, signos compartidos o recursos complementarios (como los Derechos Especiales de Giro). Pero es evidente que la viabilidad de estos ensayos dependerá del carácter manejable o descontrolado que asuma la crisis.
LA GRAVITACIÓN DEL IMPERIALISMO
La principal explicación del rol preeminente que ha jugado Estados Unidos en el temblor es su primacía en el liderazgo imperialista. La aceptación plena de esta función por parte de sus socios de Europa y Japón fue corroborada en la reunión de la OTAN (Estrasburgo), que complementó a la Cumbre del G 20 (Londres). En ese encuentro fue ratificada la activa colaboración de todos los aliados del Pentágono, con las nuevas operaciones de Afganistán e Irak. Este sostén incluyó colaboración militar, financiación económica y cobertura diplomática.
Todas las potencias del Primer Mundo ratificaron el apoyo que ya anteriormente brindaron al gendarme norteamericanas, en las acciones realizadas en Medio Oriente, Asia Central, África o los Balcanes, con o sin el aval de las Naciones Unidas. También apañaron la reiterada invención de los enemigos (terrorismo, narcotráfico), que se utilizan para justificar el uso de la fuerza con algún disfraz de intervención humanitaria.
Europa y Japón sostienen estas agresiones por su propio interés, puesto que Estados Unidos actúa como garante del orden mundial que aprueban todos los opresores. El Pentágono es su principal protector frente a eventuales situaciones de descontento popular, desmembramiento fronterizo o debacle social.
Ningún integrante de la Triada puede reemplazar esa conducción norteamericana. Algunos aspiran a negociar cierto reparto de poderes dentro del mismo cuadro de gestión imperial, que Estados Unidos comanda desde fin de la segunda guerra. La reciente incorporación de Francia a la OTAN –que puso fin a décadas de resistencia gaullista- aportó otra contundente confirmación de esa confluencia.
Obama intenta remodelar este dispositivo implementado un belicismo más encubierto que el descaro guerrero implementado por Bush. Con este giro de la dureza militar (hard power) a la dominación controlada (soft power), incorpora maniobras políticas para racionalizar el uso de la fuerza (smart power). Estos mismos ajustes ya se procesaron en el pasado con Carter o Clinton, frente al modelo de Reagan o Bush I3.
Con anuncios simbólicos y una retórica amigable, Obama comanda un ajuste de la estrategia imperialista. Pero a medida que perpetúa la ocupación de Irak, recrea la censura militar y mantiene el cierre de Guantánamo en el limbo, también morigera sus gestos pacifistas. El presidente que convocaba al cambio, ya autorizó la continuidad de los tribunales militares, avaló la acción de los escuadrones de la muerte de la CIA en el exterior y redobló la apuesta militarista en Afganistán.
Esta cuota de realismo imperialista gana primacía frente a las dificultades que genera la custodia del orden global. Las elites de todo el mundo no sólo acompañan este rumbo. También auspiciaron recientemente una resurrección del sueño americano, que culminó con el absurdo otorgamiento del Premio Nobel de la Paz, al responsable político de terribles matanzas en el mundo islámico.
La supremacía geopolítica que exhibió la primera potencia durante la crisis, contrasta con muchos pronósticos de próximo establecimiento de un “mundo post-estadounidense”. Especialmente durante la eclosión del 2008-09 hubo numerosos analistas que presentaron el desplome de General Motors y Citibank cómo nuevos indicios de ese devenir4.
Pero ningún suceso de la crisis corroboró ese pronóstico. La preeminencia estadounidense volvió a irrumpir en el momento de mayor tensión económico-financiera, ilustrando las preferencias de los capitalistas en las coyunturas de peligro. La hipótesis de un reemplazante asiático o europeo de ese liderazgo, no obtuvo ninguna evidencia5.
Lo que sí pone en peligro el intervencionismo norteamericano es la resistencia nacional y social, que generan sus operativos entre los pueblos invadidos. Esta reacción es el dato clave a evaluar y no una tendencia predeterminada a la declinación hegemónica.
Este último augurio se inspira en ciertos criterios de sustitución histórica que suponen la recurrencia de ciclos de auge y decadencia de sucesivas potencias. El mayor problema de este enfoque es su omisión de las modificaciones que han generado sobre este esquema secular dos procesos contemporáneos: el fin de las guerras inter-imperialistas y la asociación económica entre distintas clases nacionales capitalistas.
Estos cambios no diluyen las rivalidades, ni extinguen el uso de la fuerza cómo instrumento de presión sobre el competidor. Tampoco han creado un orden homogéneo de estados y clases plenamente amalgamados. Pero obligan a procesar el choque entre potencias por andariveles muy distintos a la conflagración bélica directa, modificando también el perfil tradicional de la hegemonía.
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